martes, 8 de mayo de 2012

LA FORTALEZA

Durante muchos años fue el empeño y el sueño de los dos, aquella fortaleza anhelada,  aquel espacio acogedor e impenetrable que nos mantenía a todos a salvo.
A base de esfuerzo se elevó el edificio, noches sin dormir para guardar el tesoro en su cámara hasta que el cóndor de la noche viniera a vigilarlo. Era una obra admirada, envidiada incluso por algunos vecinos incrédulos (no podían concebir tanta paz y belleza en el poblado).
Transcurrieron los años y el edificio mantenía su rictus original, su seriedad por fuera y sin embargo, el calor de un fuego siempre encendido por dentro. Se celebraban cenas y convites variados para agasajar a huéspedes y familiares, que acudían embaucados por el encanto de los anfitriones, personas que a l fin y al cabo disfrutaban de la vida con pocas exigencias: unos acogiendo y los otros recibiendo. Fueron días felices y seguros en la casa inexpugnable, y el cóndor seguía viniendo todas las noches, primero al alfeizar de la ventana y después de obtenido el permiso, pasaba a los aposentos a vigilar lo más preciado.
Hace ya unos meses que empezaron a fallar los pilares del edificio, acudieron albañiles, arquitectos y entendidos en el tema, que de paso por el lugar daban su opinión. No había salvación, aquello se hundía sin  remedio. Es cierto que el cóndor llevaba tiempo sin aparecer, no se le había dado importancia al asunto, estaba tan mayor que se pensó en una muerte natural (ley de vida); la piedra de las paredes se había vuelto gris, de un gris insoportable, pero tampoco eso hizo cundir la alarma; es cierto que la hiedra se había apoderado de los muros y casi no se podía ver con claridad los matices de la robusta piedra que los cubría. Las vidrieras perdieron su color original y los verdes se hicieron marrones, y todo se volvió otoño; desapareció la primavera de los ventanales y de las macetas.
Una serie de infortunios que han hecho entristecer a las columnas, a las vigas maestras y a los muros de carga, que desfallecidos y sudorosos intentan lo imposible. Se apoderó la tristeza de la fortaleza y no se mantiene en pie, poco a poco sus robustas paredes se van desmoronando ante la atónita mirada de los que la conocieron en su esplendor.
Ahora, el tejado derruido deja ver las estancias que un día no muy lejano rebosaban risas y abrazos, no todo el mundo puede observarlas, pero un cóndor joven viene de vez en cuando y sobrevuela el lugar, parece buscar algo, quizás el tesoro  que daba trabajo a sus antepasados; sin embargo, todo el mundo en el poblado sabe la verdad: “ya no hay tesoro que vigilar, la llave de ese cofre preciado se la llevó consigo el dueño del castillo y con él la alegría que había que cuidar”.
Ana, 8 de mayo de 2012

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